Feorlygn - Blasse Buche (Haya Pálida)

Neri eder zaizkidan pasarte batzuk jartzeko besterik ez den zoko bat

e hënë, qershor 25, 2007

Rollant

Li quens Rollant gentement se cumbat,

Mais le cors ad tressuet e mult chalt;
En la teste ad e dulor e grant mal:
Rumput est li temples, por ço que il cornat.

Mais saveir volt se Charles i vendrat:
Trait l'olifan, fieblement le sunat.

Li emperere s'estut, si l'escultat:
«Seignurs,» dist il, «mult malement nos vait!
Rollant mis nies hoi cest jur nus defalt.
Jo oi al corner que guaires ne vivrat.
Ki estre i voelt isnelement chevalzt!

Sunez voz graisles tant que en cest ost ad!»
Seisante milie en i cornent si halt,
Sunent li munt e respondent li val:
Paien l'entendent, nel tindrent mie en gab;
Dit l'un a l'altre: «Karlun avrum nus ja!»

e hënë, korrik 31, 2006

Kullervo

Kasvatti emo kanoja, suuren joukon joutsenia.
Kanat aialle asetti, joutsenet joelle saattoi.
Tuli kokko, niin kohotti, tuli haukka, niin hajotti,
siipilintu, niin sirotti: yhen kantoi Karjalahan,
toisen vei Venäjän maalle, kolmannen kotihin heitti.

Minkä vei Venäehelle, siitä kasvoi kaupanmiesi;
minkä kantoi Karjalahan, siitä se Kalervo kasvoi;
kunkapa kotihin heitti, se sikesi Untamoinen
ison päiviksi pahoiksi, emon mielimurtehiksi.

e enjte, korrik 20, 2006

Sir Orfeo

"Lo!" thai seyd, "swiche a man!
Hou long the here hongeth him opan!
Lo! Hou his berd hongeth to his kne!
He is y-clongen also a tre!"
And, as he yede in the strete,
With his steward he gan mete,
And loude he sett on him a crie:
"Sir steward!" he seyd, "merci!
Icham an harpour of hethenisse;
Help me now in this destresse!"
The steward seyd, "Com with me, come;
Of that ichave, thou schalt have some.
Everich gode harpour is welcom me to
For mi lordes love, Sir Orfeo."

e martë, janar 31, 2006

El Eremita

Abrió el zurrón y sacó un trozo de carne seca, un pedazo de queso y un cacho de pan. Ante él se extendían las lomas de varios montes y más abajo, un pequeño valle por el que discurría un río. El verde de las hierbas poblaba los peñascos y el azulado del cristal de roca aparecía aquí y allá en pedruscos dispersos por el paisaje. El sol brillaba en lo alto sin aparentemente ninguna nube que le obstruyera y el viento de las montañas mesaba su barba rala.
Mascó un poco de la carne fuertemente mientras giraba su vista y miró hacia los picos que coronaban la zona. Allí se encontraban rocas desnudas, desafiando a las inclemencias, brillando añiles, y entre las cuales se podía observar pequeñas grutas y escarpadas rutas que sólo los animales usan. Un ave rapaz emitió el particular chillido que le caracteriza y pudo ver como volaba hacia el interior de una grieta entre dos enormes bloques pétreos.
El joven se sentó de cara al valle en un montículo herboso especialmente cómodo y tomó algo del queso. Echó una ojeada al rebañó de damûk y se echó hacia atrás masticando lo último de su frugal almuerzo.
Pensó en su enfermo padre y su fallecida madre. Vio la carga que llevaba ahora sobre sus hombros. La estación de pastoreo acababa de comenzar y él sería el único capaz de llevar a las reses a través de nuevos pastos durante las próximas lunas. El pensamiento se le hizo más pesado si cabe. Volvió a mirar a los damûk y estos le devolvieron una mirada estúpida mientras sus hocicos rumiaban.
“¡Malditas bestias! ¡No valen ni el precio de su carne! Sólo sirven para darle a uno problemas...” y dicho esto se echó a un lado con intención de descansar.
Le quedaban varias jornadas antes de llegar a una región donde abundaba la hierba fresca por doquier y el heno crecía recio. Eran estos los pastos que su pueblo había reservado desde generaciones para cada época estival en la que las bajas llanadas se volvían amarillas y poco alimenticias.
Pero Küstüz nunca había estado allí y no había mapas que lo guiaran; sólo las antiguas enseñanzas de padres a hijos y las parcas descripciones de los senderos entre las montañas.
Hasta el momento había recorrido más de lo que le habían predicho que haría y ya había perdido diez damûk despeñados.
Suspiró, arrancando los últimos momentos de descanso, pero el sol avanzaba incesante y Küstüz decidió proseguir, fuera a donde fuera que fuese.
Se incorporó de un salto e hizó sonar su poderoso cuerno, cuyo sonido retumbo entre las paredes de piedra que se erguían cercanas.
Los damûk inmediatamente centraron su atención en el pastor y dejaron bruscamente de rumiar, sorprendidos.
Con un par de silbidos y unos ademanes con el bastón los animales le siguieron colina abajo.
***
A la sombra de las montañas se topó con unos campos sazonados con pequeñas colinas aquí y allá, que bien parecían montículos hechos por el hombre edades atrás. Hasta donde alcanzaba a ver estaba poblado de un espeso mato de altas hierbas de color turquesa, de aspecto que le recordaba vagamente al de las algas.
Los damûk no podrían comer eso, lo sabía con seguridad. Mal asunto, porque debería avanzar cuanto antes por encima de la campiña hasta llegar a un lugar donde pudieran alimentarse las bestias.
Aquello iba a ser duro, así que se apresuró a dejar atrás el verdiazulado paisaje bajo, en una dirección aleatoria.
A media tarde seguía caminando, y su rebaño le seguía confuso. El campo no parecía tener fin. Se subió corriendo a una de las colinas cercanas que seguían siendo constantes en el lugar.
Con una mano sobre la frente, para protegerse del inusitadamente brillante sol, oteó el panorama en busca de una senda que seguir o algo que le indicara que más allá había otra clase de vegetación. Pero no vió realmente nada. Al fondo podía percibir como nuevas laderas montañosas se perfilaban y tras él permanecían aquellas por las que había descendido, así como a ambos lados paredes de gris roca se elevaban hasta nuevos picos.
Optó por continuar adelante, y los damûk que se habían arremolinado en torno a la colina, fueron tras él resignados, y seguramente hambrientos.
Pero no pudo continuar mucho más tiempo en esa dirección. A unos cuantos pasos su camino se vió cortado por la corriente de un río que fluía bajo el espeso manto de plantas turquesas. Pudo deducir de que era lo suficientemente ancho y profundo como para que los animales no pudieran cruzarlo.
Por unos momentos pensó en buscar un modo de vadearlo, y fijando su vista en el lugar del cual parecía proceder el agua se encontró con un grandioso manantial que caía espumoso surcando toda la elevada superficie de roca en la que abruptamente terminaban las campas. En ocasiones el manantial saltaba entre las rocas a modo de una juguetona cascada que zigzagueaba en su rumbo inexorable hacia el llano.
Küstüz siguió su instinto, y buscó la zona más vadeable acercándose al origen fluvial.
La tarde se cernía y tanto el pastor como sus rumiantes acompañantes empezaban a parecer exhaustos. A medida que se aproximaban a la pared, el joven se sentía más desmoralizado porque el río no parecía variar en absoluto, aunque era dificil de apreciar por la vegetación que lo cubría parcialmente.
Finalmente pudo mirar desde abajo la caída del agua, pero sin mucho éxito vió como el río era impracticable incluso ahí.
“¿Tal cantidad de agua puede caer en esta época? El caudal de este río es impresionante para encontrarse tan lejos del mar.”
Se quedó un rato contemplándolo.
Las extrañas plantas que tanto abundaban parecían arraigarse también en el fondo del río y alzar sus tallos hasta fuera de su superficie, y ocultaban ambas orillas, para un observador poco atento el río no se podía distinguir del campo que dividía en dos.
Küstüz levantó uno de sus pies y confirmó la sospecha de que lo tenía completamente embarrado. Algo más llamó su atención: diminutas motas cristalinas lanzaban destellos bajo su suela. Todo el fondo marino se encontraban recubierto de esta mezcla de barro, raíces y una fina capa de arenilla titilante, que parecía emular el cielo nocturno y le confería a la superficie del río un resplandor plateado.
También sobre ésta flotaban algunas flores de agua, rosadas y blancas. Una especialmente grande y pálida abría sus pétalos recibiendo la luz solar con un cierto agrado mientras se mecía con el leve vaivén de las aguas.
El espectáculo natural era muy bello, pero se volvió y las caras de los inquietos damûk le saludaron de nuevo de vuelta a la realidad.
Se acarició la barba y pensó en cómo resolver la situación.
“No podré conducir al rebaño a través del río, pero no me importa dirigirlos por riscos y cumbres, estos animales estan hechos para eso.”
Entornó los ojos y diferenció un pequeño camino empedrado que casi imperceptiblemente se hendía en la pared y ascendía por ocultos recovecos.
Al otro lado de la llanura el sol comenzaba a ocultarse tras los altos muros montañosos.
Sin pensárselo dos veces dirigió el rebaño hacia la inesesperada vía de acceso, aunque le llevaría trabajo hacerlo sin que ningún damûk resultara herido, pues a medida que se aproximaba vio cómo el camino parecía más y más estrecho, hasta que le dio la impresión de ser sólo una estrecha vereda que subía dificultosamente por el borde de maciza roca.
Cuando llegó al nacimiento de dicha ruta se había convencido de que ya no había vuelta atrás y dando un paso tras otro se aventuró por el desconocido sendero, y tras él sus animales.
Tuvo que recorrer la mayor parte sin apartar la vista del suelo, para evitar un imprevisto tropezón que le enviara pared abajo.
En esta posición se dio cuenta de que éste estaba parcialmente hecho por la mano del hombre, con pequeños cantos lisos formando una superficie homogénea en algunas partes. Se preguntó qué civilización habría construido una carretera en aquel lugar, pero esto no le impidió seguir concentrado en su esfuerzo por no precipitarse al vacío.
Miró a las bestias y supo que estas lo estaban haciendo mejor que él.
Volvió la cabeza, se apartó el pelo de la cara y suspiró. El sol ya no era visible tras las ignotas montañas del Oeste, que Küstüz no recordaba haber cruzado. Inclinó hacia arriba el cuello. Aún le quedaba más de medio camino y cada vez menos luz. Si no se apresuraba tal vez tendrían que dormir aferrados a cualquier recodo.
La cascada seguía estando a su izquierda, y a veces ésta se aproximaba más a ellos de lo que el joven hubiera deseado, pues la superficie se embarraba y un resbalón podría ser el fin.
Jadeando, sudoroso, y exhausto, el último tramo tuvo que hacerlo agarrándose a pequeños salientes y en un postrero esfuerzo puso el pie sobre la elevada meseta y descansó.
Tirado en el suelo, todos los damûk le pasaron por encima emitiendo sonidos particularmente ridículos, y le salvó que éstos no fueran muy pesados.
Desde esta postura contó su rebaño, y vio que faltaban tres.
Se puso en pie y se asomó al borde del precipio pero la oscuridad era total y no pudo ver nada ahí abajo, ni siquiera sabía si aún quedaba algunos por subir.
En ese momento la luna comenzó a salir por el Este y lo que Küstüz contempló no lo volvería a olvidar nunca.
Girándose sobre sus talones vio que frente a él había un lago, no muy grande, que ocupaba el centro de la pequeña meseta a la que había llegado, y sus aguas fluían hasta lanzarse por la cascada que ya conocía. Pero lo más notable era que los rayos de la luna reflejaban allí una miríada de parpadeos destelleantes argentéreos y toda la superficie de la laguna parecía un ciclópeo espejo bruñido del cual brotaban mágicos haces de luces frías y radiantes, reflectando la imagen celestial.
Todo el lugar se iluminó con esta luz plateada y no muy lejos de allí el joven se percató de la existencia de un impresionante muro pétreo, de no tanta altura como el que acababa de dejar atrás, pero considerablemente grande, y sobre él se hallaban talladas todo tipo de ornamentaciones, a modo de fachada de un antiguo templo abandonado o una ruinosa ciudad de una civilización perdida.
A ciertas alturas había rocas esculpidas como si fueran balconadas y se podían intuir escaleras que subían y bajaban por el interior de la fortaleza.
Todo el complejo refulgía con un cierto brillo propio del cristal de montaña.
Küstüz tuvo que hacer un esfuerzo consciente para cerrar la boca ante su asombro.
“¡Nadie me habló de esto antes!”
En ese instante tuvo que salir corriendo ya que su menguado rebaño huía hacia la laguna súbitamente.
“¡Eh, eh! ¡¿dónde váis malditos?!” gritó en su carrera el pastor mientras agitaba los brazos y esquivaba las piedras que se interponían.
Por suerte, los animales se detuvieron a beber agua a orillas de la laguna. Küstüz, aproximándose, tuvo la impresión de que aquello era profanar aquel lugar sagrado, y que aquella agua estaba tan sólo destinada a las reses de los Dioses, pero no pudo hacer nada por impedirlo, y cuando estuvo lo suficientemente cerca él también se mojó la cara con ella para refrescarse.
Notó que estaba lo bastante cansado como para acostarse en el duro suelo lleno de guijarros que circundaba la laguna, así que condujo a los animales hasta el prado, del cual ya habían empezado a devorar hierba, y se echó sobre él.
Pensó que ya tendría tiempo al día siguiente para investigar aquellas ruinas, en aquel momento no se sentía muy animoso para dar un paseo por la zona.
El sueño le sobrevino poco después, mientras tenía la mirada fija en la resplandeciente construcción los párpardos se le cerraron lentamente.

Tras lo que al joven le pareció que no había sido más que una hora de sueño, empezó a sentir unos golpes secos en el costado y una voz que le increpaba.
Aturdido rotó sobre si mismo para encararse hacia el lugar del que parecían provenir los golpes e intentó abrir los ojos.
Era el rostro de un anciano lo que tenía ante él, de cara afilada y largos cabellos lacios con hebras blanquecinas, sus vivaces ojos, incluso para la tardía edad que se podía aparentar en él, tenían el peculiar tono violeta de las amatistas. Su vejez no era la acostumbrada entre los hijos de la arcilla, pues se trataba de un miembro de la raza de los sabios, y su piel estaba tersa, pero el paso de los años se notaba en ella y se podía leer como un mapa todas las añoranzas y recuerdos que ésta poseía.
Küstüz no había visto a muchos de los suyos en las tierras bajas en las que habitaba, aunque sabía que convivían con su pueblo en las ciudades junto al Lago. Así pues, no tenía mucha experiencia en tratar con ellos ni sabía gran cosa acerca de su cultura. Para mayor desgracia el anciano no parecía estar de muy buen humor, y el joven, ya completamente despierto, puso atención en sus palabras, pero se percató de que no entendía ni una de las que decía, pues estaba hablando en una lengua extraña, de curiosa eufonía acorde con el gusto de la zona montañosa.
- ¡Vamos, levanta! – Esto lo dijo con un curioso acento en una lengua que Küstüz pudo entender.
- ¿Eres un nativo de estas tierras? – titubeó un poco antes de dirigirse a él en esta lengua, similar a la de sus padres, pero de una variante arcaica y sólo usada ya en las ciudades.
- ¿Nativo? Curiosa denominación la que usáis vosotros, gentes venidas del Templo del Dios. – el viejo dejó de golpearle y se apartó un poco, para contemplar al joven con una ceja enarcada mientras jugueteaba con su escasa pero larga barba.
- Pero, no, no, se equivoca, yo vengo de los campos de cereales y las haciendas de ganado, debajo de las montañas – dijo, señalando con el brazo un punto más allá de las cumbres que les rodeaban, intentando darle más veracidad a su afirmación.
El viejo se limitó a reir y dio media vuelta adentrándose en la oscuridad.
- ¡Eh! Pero...
- Vamos, no te quedes ahí parado, sígueme.
- ¿Y mi rebaño?
- Creo que saben cuidarse mejor que tú. Si les hubieras hecho un poco de caso ahora no estarías perdido. Porque lo estás, ¿no es así?
- Sí...
El anciano siguió caminando en dirección a las ruinas. Küstüz se fijó su estrafalaria ropa, compuesta por una única túnica que le cubría desde los hombros hasta los tobillos, que parecía hecha de tejido vegetal, de color parduzco, clara, y que contenía intricados dibujos decorativos por todos sus pliegues y rebordes. Un grueso cinturón marrón oscuro ceñía sus vestimentas a la cintura. Sus pies estaban protegidos por una especie de sandalias o similar, hechas del cuero obtenido de algún animal. El cayado que portaba estaba esculpido con extraños signos e imágenes que el pastor no sabía interpretar.
Ahora que caminaba tras él vió claramente que su melena tomaba un color rubio oscuro, seco, como el de los campos en otoño, con algunos cabellos plateados, y su piel era pálida, aunque estaba ligeramente bronceada por el duro sol montañés.

e martë, dhjetor 13, 2005

Peredur, Hijo De Evrawc

El conde Evrawc poseía un condado en el Norte y tenía siete hijos. Pero no eran sus dominios los que mantenían a Evrawc, sino los torneos, las guerras y los combates, y como suele ocurrir al que busca las guerras, le mataron al igual que a sus seis hijos. El séptimo hijo se llamaba Peredur; era el más joven. No tenía edad de ir a los combates ni a las guerras, y si la hubiera tenido, le habrían matado como a su padre y a sus hermanos.

Su madre era una mujer sagaz e inteligente. Reflexionó mucho sobre su hijo y sus dominios. Finalmente decidió marcharse con su hijo a las tierras salvajes y desiertas, y abandonar los lugares habitados. Sólo eligió como compañía a mujeres, niños y hombres humildes que fueran incapaces de combatir o ir a la guerra y de quienes habría resultado impropio.

Nadie se hubiera atrevido a reunir armas y caballos allí donde el niño pudiera verlos, por miedo a que le gustaran, y cada día el niño iba al bosque a jugar y lanzar dardos de madera. Un día vio el rebaño de cabras de su madre y dos cabritos cerca de las cabras. El niño se sorprendió mucho de que aquéllos carecieran de cuernos, mientras que todos los demás los tenían, y pensó que debían estar extraviados desde hacía mucho tiempo y así habían perdido sus cuernos. A fuerza de valor y tenacidad, empujó a los cabritos y a las cabras al final del bosque, hasta una casa que había allí para las cabras. Luego regresó a su casa y dijo a su madre:

-Madre, acabo de ver aquí cerca en el bosque algo sorprendente: dos de tus cabras se han vuelto salvajes y han perdido sus cuernos, pues han estado extraviadas mucho tiempo en el bosque. Jamás mortal alguno se ha esforzado tanto como yo para hacerles entrar en la casa.

En seguida todos se levantaron y fueron a ver, y cuando vieron los cabritos se maravillaron de que alguien tuviera fuerza y agilidad suficientes para dominarlos.

Un día vieron a tres caballeros que venían por un camino de herradura junto al bosque. Eran Gwalchmei, hijo de Gwyar, y Gweir, hijo de Gwystyl, y Owein, hijo de Uryen. Owein cerraba la marcha. Estaban persiguiendo a un caballero que había distribuido las manzanas en la corte de Arturo.

-Madre -dijo Peredur-, ¿quiénes son esas gentes?

-Son ángeles, hijo mío -dijo ella.

-Quiero ir con ellos como un ángel -dijo Peredur.

Y Peredur fue a su encuentro.

-Dime, amigo -dijo Owein-, ¿has visto pasar por aquí hoy o ayer a un caballero?

-No sé lo que es un caballero -respondió Peredur.

-Yo soy un caballero -dijo Owein.

-Si quieres contestarme a lo que te voy a preguntar, yo a cambio te respondería lo que me preguntas -replicó Peredur.

-Con mucho gusto -dijo Owein.

-¿Qué es eso? -le preguntó, señalando la silla.

-Una silla -respondió Owein.

Peredur le preguntó qué era cada cosa y para qué servía. Owein le explicó extensamente lo que era cada cosa y para qué servía.

-Toma ese camino -dijo Peredur-. He visto a un hombre como el que buscas y yo también quiero seguirte como un caballero.

Entonces Peredur regresó junto a su madre y sus gentes.

-Madre -dijo-, las gentes que hemos visto no son ángeles, sino caballeros ordenados.

La madre cayó desvanecida. Peredur fue al lugar donde se encontraban los caballos que les traían la madera para calentarse y la comida y bebida de los lugares habitados hasta las tierras desiertas. Cogió un caballo pío, huesudo, el más fuerte, según su opinión; le ajustó una cesta a modo de silla y con mimbre imitó todos los aparejos que había visto. Luego regresó junto a su

madre. En ese momento la condesa volvió en sí del desmayo.

-¡Ay, hijo mío! -dijo-, ¿quieres partir?

-Con tu permiso, me iré -respondió.

-Espera a recibir mis consejos antes de irte.

-Con mucho gusto, apresúrate.

-Ve directamente a la corte de Arturo. Allí están los mejores hombres, los más generosos y los más valientes. Donde veas una iglesia, reza un Pater. En cualquier lugar donde veas alimentos y bebidas, si tienes necesidad y no tienen la suficiente cortesía ni bondad para ofrecértelos, cógelos tú mismo. Si oyes gritos, ve en esa dirección; el grito de una mujer está por encima de todos los gritos del mundo. Si ves bellas joyas, cógelas y dáselas a otro, y así adquirirás fama. Si ves a una mujer hermosa, hazle la corte, aunque ella no quiera nada de ti. Eso hará que seas un hombre mejor y más noble que antes.

Y Peredur montó a caballo con un puñado de jabalinas aguzadas y se alejó.

Cabalgó durante dos días y dos noches a través de tierras desiertas y salvajes, sin comida ni bebida. Finalmente llegó a un gran bosque desolado y a lo lejos del bosque vio un hermoso claro y en el claro vio un pabellón y creyendo que era una iglesia rezó su Pater. La puerta del pabellón estaba abierta y cerca de la puerta había una silla de oro en la cual estaba sentada una hermosa doncella de cabellos castaños, llevando alrededor de la frente una diadema de oro enriquecida con piedras brillantes y en las manos llevaba anchos anillos de oro.

Peredur desmontó y entró. La doncella le acogió amigablemente y le deseó la bienvenida. Al final del pabellón, Peredur vio comida y dos botellas llenas de vino, dos tortas de pan blanco y rodajas de carne de lechal.

-Mi madre -dijo Peredur- me ha recomendado que coja comida y bebida en cualquier lugar donde la vea.

-Te lo permito con gusto, señor -dijo ella.

Entonces Peredur cogió la mitad de la comida y de la bebida para él y dejó el resto para la doncella. Cuando terminó de comer se levantó y fue hasta donde estaba la doncella y dijo:

-Mi madre me ha recomendado que allí donde vea una joya hermosa la coja.

-Cógela, amigo -dijo ella.

Peredur cogió el anillo, besó a la doncella, cogió su caballo y se marchó.

Después de esto llegó el caballero al que pertenecía el pabellón: era el Orgulloso del Claro. Vio las huellas del caballo.

Dime -dijo a la doncella-, ¿quién ha estado?

-Un hombre de extraño aspecto, señor -respondió.

Y le describió con detalle el aspecto y el comportamiento de Peredur.

-Dime -exclamó—, ¿ha tenido relaciones contigo?

-No, a fe mía -respondió la doncella.

-No te creo, y hasta que lo encuentre para vengar mi deshonor y mi vergüenza, no permanecerás dos noches bajo mi mismo techo.

Y el caballero se levantó y partió en busca de Peredur.

Por su parte, Peredur se dirigía hacia la corte de Arturo. Antes de que llegara, otro caballero apareció en la corte y dio al hombre de la entrada un gran anillo de oro para que se ocupara de su caballo.

Se dirigió a la sala donde se encontraban Arturo con toda su gente y Gwenhwyvar con sus doncellas. Un criado servía bebida a Gwenhwyvar en una copa de oro: el caballero cogió la copa de la mano de Gwenhwyvar y derramó todo el licor que había sobre su rostro y pecho y le dio una gran bofetada, y el caballero dijo:

-Si hay alguien aquí que quiera combatir conmigo por esta copa y vengar el ultraje a Gwenhwyvar, que me siga hasta el prado y allí le esperaré.

Y el caballero cogió su caballo y se dirigió al prado. Entonces todas las gentes de la corte bajaron la cabeza, por miedo de que se pidiera a uno de ellos vengar el ultraje de Gwenhwyvar. Pensaron que jamás ningún hombre habría cometido un ultraje semejante a no ser que tuviera valor y fuerza particulares, magia o encantamientos, de forma que nadie pudiera infligirle venganza. En ese momento llegó Peredur a la sala sobre su caballo pío, huesudo, muy pobremente ataviado para una corte tan noble como aquélla. Kei estaba de pie en medio de la sala.

-Dime, hombre alto -dijo Peredur-, ¿quién es Arturo?

-¿Qué quieres de Arturo? -dijo Kei.

-Mi madre me recomendó que me dirigiera a él para que me ordenara caballero -dijo Peredur.

-A fe mía -exclamó Kei-, vienes mal equipado de caballo y armas.

Y entonces toda la corte fijó su mirada en él y todos empezaron a reírse y a tirarle bastones. En aquel momento entró un enano que desde hacía un año había llegado a la corte de Arturo con una enana para pedirle hospitalidad, y Arturo se la había concedido, pero en todo el año ninguno de ellos había dirigido la palabra a nadie.

-¡Ay! ¡Ay! -exclamó el enano al ver a Peredur-. ¡Dios te bendiga, Peredur, hijo de Evrawc, jefe de guerreros y flor de los caballeros!

-¡En verdad -dijo Kei-, triste comportamiento el tuyo; permanecer un año mudo en la corte de Arturo, teniendo la libertad de escoger con quién conversar y beber, para luego llamar a un hombre como éste, en presencia del emperador y de su corte, jefe de guerreros y flor de caballeros!

Y le dio tal bofetada que lo tiró al suelo desvanecido.

-¡Ay! ¡Ay! -exclamó en seguida la enana-. ¡Dios te bendiga, Peredur, hijo de Evrawc, flor de guerreros y luz de los caballeros!

-¡En verdad, mujer -dijo Kei-, triste comportamiento el tuyo; permanecer un año muda en la corte de Arturo y llamar a hombre como éste, en presencia del emperador y de su corte, flor de guerreros y luz de los caballeros!

Y Kei le dio tal puntapié que cayó al suelo desvanecida.

-Hombre alto -dijo entonces Peredur-, dime dónde está Arturo.

-¡Cállate! -dijo Kei-. Ve junto al caballero que ha ido al prado, quítale la copa, derríbale, coge su caballo y sus armas y después te ordenarán caballero.

-Lo haré, hombre alto -le respondió Peredur.

Y Peredur volvió grupas y se dirigió al prado. Allí encontró al caballer cabalgando muy orgulloso de su fuerza y del valor que creía tener.

-Dime -dijo el caballero-, ¿has visto si alguien de la corte de Arturo me seguía?

-El hombre alto que estaba allí me ha pedido que te derribe, te quite la copa y coja tu caballo y tus armas para mí.

-Cállate. Vuelve a la corte y pide a Arturo en mi nombre que venga él u otro a combatir conmigo; si no viene inmediatamente, no le esperaré.

-Escoge. Con tu permiso o sin él, quiero tu caballo, tus armas y la copa -dijo Peredur.

El caballero se precipitó con furor sobre él y con el extremo de la lanza le dio un golpe muy doloroso entre los hombros y el cuello.

-Compañero -dijo Peredur-, los sirvientes de mi madre no jugaban así conmigo. Pero así jugaré yo ahora contigo.

Cogió una jabalina de punta aguzada y se la lanzó a un ojo, de tal forma que le atravesó la cabeza y lo derribó muerto en el acto.

-En verdad -dijo Owein, hijo de Uryen, a Kei-, has obrado mal enviando a ese loco a combatir con el caballero. Una de las dos cosas: o lo ha derribado o está muerto. Si lo ha derribado, el caballero querrá considerarlo como un hombre de rango y esto será vergüenza eterna para Arturo y sus guerreros. Si lo ha matado, el deshonor será el mismo y además tú tendrás la culpa. Y que caiga la vergüenza sobre mí, si no voy al prado para saber cuál ha sido su aventura.

Y Owein se dirigió al prado y cuando llegó, vio a Peredur arrastrando al caballero a lo largo del prado.

-Aguarda. Le quitaré sus armas -le dijo.

-Jamás le abandonará esta ropa de hierro; es parte de él -dijo Peredur.

Owein le quitó las armas y la ropa.

-Aquí tienes, amigo, mejor caballo y armas que las tuyas; cógelas y ven conmigo junto a Arturo para que te ordene caballero. Realmente lo mereces -le dijo Owein.

-Que pierda mi honor, si voy -dijo Peredur-. Pero lleva de mi parte la copa a Gwenhwyvar y di a Arturo que en cualquier lugar donde me encuentre seré su vasallo y que si puedo prestarle servicio, lo haré. Y dile que no iré a la corte antes de haberme encontrado con el hombre alto, para vengar el ultraje del enano y la enana.

Entonces Owein regresó a la corte y contó la aventura a Arturo, a Gwenhwyvar y a las gentes de la corte, sin olvidar la amenaza contra Kei.


e hënë, nëntor 07, 2005

El Templo

La entrada al magnifico templo situado en el centro de la urbe estaba guardada por dos custodios de expresión sombría. Se trataba de dos saenyar, guerreros místicos, guardianes de los misterios de la guerra y la magia, protectores de los secretos que los iniciados en la antigua religión conocían, y cuyos mentores se encontraban en el interior del ostentoso santuario, esperando recibir a los extranjeros recién llegados.

Los hombres, que habían viajado largamente durante muchos días, iban ataviados a la manera rústica propia de los erthas de las llanuras centrales, no obstante su aspecto no permitía intuir su alto rango entre los suyos ni el especial cometido por el cual se encontraban en la ciudad.

Se acercaron al bien guardado portón, ornamentado en madera noble con diversos motivos religiosos y mitológicos vissë.

- ¡Salud guerreros! – dijo uno de los miembros de la comitiva en un dudoso dominio de la lengua adare.

Los saenyar se miraron e intercambiaron unas palabras rápidas entre ambos que ninguno de los presentes pudo entender. Después volvieron a mirar al grupo y les hablaron:

- Sîlea orevana! Así que erthas ¿eh? ¿Qué asuntos os traen?

- Hemos sido llamados por el Consejo de la Ciudad.

Los dos guardianes los miraron con estupor. Uno de ellos pareció susurrar una orden, y el otro entreabrió con prisa el portón y sin tiempo apenas para que los hombres vieran el interior entró y lo cerró tras él.

El custodio que permanecía delante de ellos no mostró ningún tipo de gesto en su rostro y se mantuvo abstraído inmóvil en su labor, como meditando en un estado imposible de alcanzar bajo el peso de su brillante armadura, su escudo y sosteniendo una larga lanza. Nadie dijo nada y al parecer pensaron que las cosas funcionaban así entre los vissë, siempre inquietantes, misteriosos.

Uno de los erthas aprovechó el momento para observar a su alrededor, para contemplar la intrincada y compleja construcción, con el imponente arco de entrada franqueando el portón, y las varias columnas de enorme altura y complicada talla, de manufactura propia de este pueblo refinado y obsesionado con la perfección y la armonía en lo a su vez infinitamente minucioso y complejo. Las columnas parecían ser del propio cristal de montaña que tanto abundaba en Vissalys pero que a la vez, y lo que puede parecer contradictorio, era tan preciado por todos los pueblos vissë. Estrechos surcos tallados recorrían las columnas formando una espiral desde su base y se entrelazaban entre sí formando lo que semejaban finísimos hilos cristalinos de colores fríos que relucían a la luz de sol como el rocío en las verdes llanuras de donde provenían estos hombres. El muro frontal estaba a su vez construido con mármol grisáceo con vetas plateadas y azuladas, pero aquellos que habían levantado el templo no dejaban lugar a la simpleza y el muro se encontraba también adornado con sofisticados signos ideográficos de nulo significado para los visitantes.

Como ignorando la presencia del custodio que aun se encontraba ante ellos uno de los hombres murmuró a otro:

- ¡Elfos! ¿Quién podría confiar en una raza de tanta perfidia? – Las palabras del hombre dejaban entrever un cierto rencor y envidia, así como temor provocado por la incomprensión de la cultura que se exponía en aquella ciudad.

- Nuestros antepasados lo hicieron. Por eso estamos aquí hoy. Además, ahora somos huéspedes en sus tierras, procura no hablar mal de ellos.

“Elfos” era la palabra que los erthas empleaban para designar a los vissë, no sin cierta malicia por su parte, porque dicha denominación correspondía a unos espíritus o genios de su mitología prácticamente ya olvidados y que nada tenían que ver con los seres humanos que habitaban en las tierras a las que habían viajado. Las leyendas del viejo pasado y la extraña realidad se confundían en muchas de las obtusas mentes erthas, rozando la ignorancia.

El segundo custodio que momentos antes había desaparecido en el interior del templo surgió tras el portón y se dirigió a la comitiva.

- Thel Synirë espera recibiros.

El guerrero observó al grupo entrando, unas gentes pintorescas a su parecer, eran cinco, por lo que pudo intuir tres protectores, un consejero y un último de mayor importancia, tal vez el khlewaz de una de sus tribus. Los hombres fuertes, posiblemente protectores de su líder, llevaban armaduras de cuero y capas de lana de tonos beige, los otros dos vestían más desprotegidos y algo más refinados para ser erthas, con ropajes tejidos en algo que parecía lana y con hilos de vivos colores componiendo estampas étnicas, de un cierto gusto agreste para los vissë, pues aquellas gentes más semejanzas poseían con cazadores que con diplomáticos.

Henuk sabía que el apelativo con el que el guardián se había referido al hombre que les esperaba no era más que una denominación propia de los clérigos vissë, que denotaba su rango y que significaba “Hermano de la Paz de Espíritu”, lo cual implicaba el más alto cargo dentro de la jerarquía del templo. Dio un codazo a su compañero y con un ademán le invitó a mirar hacia la amplia sala del santuario en la que acababan de penetrar, pero no pareció necesario porque éste ya estaba mirando embobado la belleza tal que inundaba aquel lugar como nunca antes había visto, acostumbrado a vivir en las llanuras en pequeños poblados, tan sólo rodeados por la naturaleza en sí.

Cientos de columnas como las que se erguían afuera se situaban a ambos lados en la sala, alargándose hasta una distancia considerable y soportando sobre ellas el peso de una bóveda titánica, tanto suelo como techo fabricados en mármol blanco y gris, formando tan límpidos triángulos en la superficie, que reflectaban la luz que atravesaba las vidrieras de la bóveda, de colores verdes y azulados.

La luz intensa, pura y blanca, causó en un principio una cierta ceguera en los erthas, pero pronto se acostumbraron y prosiguieron caminando sobre el basamento compuesto por miles de triángulos, albos y plateados. Henuk fijó ahora su vista en ellos. Pudo percatarse de que ni el blanco ni el gris eran de la misma tonalidad en cada triangulo, y que en cada uno de sus vértices había un símbolo escrito, aunque más que escrito parecía ya propio del mármol pues los trazos del ideograma eran vetas de un tono más oscuro que su superficie. Con asombro pudo ver que no había ningún espacio de juntura entre triangulo y triangulo.

Antes de que se dieran cuenta se encontraron en el otro extremo de la sala, atónitos por haber recorrido aquel inmenso espacio casi sin constancia de ello. Allí les esperaba un hombre con túnica blanca y largos cabellos del mismo color, que le caían por debajo de los hombros.

***

- ¡Vamos, concéntrate! – le espetó el maestro al jovencito.

El joven, apenas un adolescente para los de su raza, bajó la cabeza algo desesperanzado y más avergonzado que otra cosa. No lograba concentrarse en su tarea.

Llevaba todo el día de prácticas con aquella proyección mágica pero no conseguía resultado alguno. Cerró de nuevo los ojos e ignorando la severa figura que tenia los ojos clavados en él con aire de irritación, lo intentó una vez más.

Miró en su interior. Oscuro. No había luz en aquel vacío, no la encontraba. Miró más profundamente, inspiró aire. Sintió una leve calidez en su espíritu. Vio una luz. Dirigió todo su ser hacia ella. Ya estaba cerca, la luz se hacia más intensa. Bien, ahora solo tenía que alcanzarla. Puso su empeño en tocar inmaterialmente aquel foco de brillo y esperanza. Alargó un brazo sin abrir los ojos y en su extremo sostuvo su mano con rigidez. Delante de él se encontraba un pequeño fragmento de cristal de roca, en lo alto de una pequeña base que alcanzaba una altura media.

Exhalando un último suspiro realizó el movimiento final de su cuerpo coordinado con su alma, proyectando aquella luz a través de él, más allá de su forma física, surcando el aire hasta...

- ¡Ay!

Sintió que había fallado de nuevo, otra sensación, pero esta vez de turbación, le embargó. No volvió a abrir sus párpados, sabia de sobra que le esperaba ante él el disgustado rostro del maestro sipher.

- Nunca tuve un sallë tan torpe... – Con esas duras palabras, Quavyn oyó como el sipher abandonaba con presteza la habitación y después escuchó una puerta descorriéndose para volver a cerrarse tras su paso.

Puso las manos sobre su cara, y se sentó en el suelo, desconsolado, de sus ligeramente rasgados ojos surtieron tímidas lágrimas.

Se sentía totalmente fracasado. Habían depositado esperanza en él y el les había fallado, llevaba toda su vida fallándoles, a su familia, a su pueblo, a los clérigos... pero sobretodo le dolía el fallarse a si mismo. Un nudo le oprimía la garganta, si hubiera querido sollozar no habría podido. Se limitaba a estar allí sentado con su congoja. Como un niño.

No podía seguir así. Algo iba a cambiar. Sí, algo y pronto.

Quavyn no intuía la cercanía de ese momento.

e mërkurë, shtator 07, 2005

Tae the Weaver's gin ye go!

My heart was ance as blithe and free
As simmer days were lang;
But a bonie, westlin weaver lad
Has gart me change my sang.

Tae the weaver's gin ye go, fair maids,
Tae the weaver's gin ye go;
I rede you right, gang ne'er at night,
Tae the weaver's gin ye go.

My mither sent me tae the town,
Tae warp a plaiden wab;
But the weary, weary warpin o't
Has gart me sigh and sab.


A bonie, westlin weaver lad
Sat working at his loom;
He took my heart as wi' a net,
In every knot and thrum.


I sat beside my warpin-wheel,
And aye I ca'd it roun';
But every shot and every knock,
My heart it gae a stoun.


The moon was sinking in the west,
Wi' visage pale and wan,
As my bonie, westlin weaver lad
Convoy'd me thro' the glen.


But what was said, or what was done,
Shame fa' me gin I tell;
But Oh! I fear the kintra soon
Will ken as weel's myself!