El Templo
La entrada al magnifico templo situado en el centro de la urbe estaba guardada por dos custodios de expresión sombría. Se trataba de dos saenyar, guerreros místicos, guardianes de los misterios de la guerra y la magia, protectores de los secretos que los iniciados en la antigua religión conocían, y cuyos mentores se encontraban en el interior del ostentoso santuario, esperando recibir a los extranjeros recién llegados.
Los hombres, que habían viajado largamente durante muchos días, iban ataviados a la manera rústica propia de los erthas de las llanuras centrales, no obstante su aspecto no permitía intuir su alto rango entre los suyos ni el especial cometido por el cual se encontraban en la ciudad.
Se acercaron al bien guardado portón, ornamentado en madera noble con diversos motivos religiosos y mitológicos vissë.
- ¡Salud guerreros! – dijo uno de los miembros de la comitiva en un dudoso dominio de la lengua adare.
Los saenyar se miraron e intercambiaron unas palabras rápidas entre ambos que ninguno de los presentes pudo entender. Después volvieron a mirar al grupo y les hablaron:
- Sîlea orevana! Así que erthas ¿eh? ¿Qué asuntos os traen?
- Hemos sido llamados por el Consejo de la Ciudad.
Los dos guardianes los miraron con estupor. Uno de ellos pareció susurrar una orden, y el otro entreabrió con prisa el portón y sin tiempo apenas para que los hombres vieran el interior entró y lo cerró tras él.
El custodio que permanecía delante de ellos no mostró ningún tipo de gesto en su rostro y se mantuvo abstraído inmóvil en su labor, como meditando en un estado imposible de alcanzar bajo el peso de su brillante armadura, su escudo y sosteniendo una larga lanza. Nadie dijo nada y al parecer pensaron que las cosas funcionaban así entre los vissë, siempre inquietantes, misteriosos.
Uno de los erthas aprovechó el momento para observar a su alrededor, para contemplar la intrincada y compleja construcción, con el imponente arco de entrada franqueando el portón, y las varias columnas de enorme altura y complicada talla, de manufactura propia de este pueblo refinado y obsesionado con la perfección y la armonía en lo a su vez infinitamente minucioso y complejo. Las columnas parecían ser del propio cristal de montaña que tanto abundaba en Vissalys pero que a la vez, y lo que puede parecer contradictorio, era tan preciado por todos los pueblos vissë. Estrechos surcos tallados recorrían las columnas formando una espiral desde su base y se entrelazaban entre sí formando lo que semejaban finísimos hilos cristalinos de colores fríos que relucían a la luz de sol como el rocío en las verdes llanuras de donde provenían estos hombres. El muro frontal estaba a su vez construido con mármol grisáceo con vetas plateadas y azuladas, pero aquellos que habían levantado el templo no dejaban lugar a la simpleza y el muro se encontraba también adornado con sofisticados signos ideográficos de nulo significado para los visitantes.
Como ignorando la presencia del custodio que aun se encontraba ante ellos uno de los hombres murmuró a otro:
- ¡Elfos! ¿Quién podría confiar en una raza de tanta perfidia? – Las palabras del hombre dejaban entrever un cierto rencor y envidia, así como temor provocado por la incomprensión de la cultura que se exponía en aquella ciudad.
- Nuestros antepasados lo hicieron. Por eso estamos aquí hoy. Además, ahora somos huéspedes en sus tierras, procura no hablar mal de ellos.
“Elfos” era la palabra que los erthas empleaban para designar a los vissë, no sin cierta malicia por su parte, porque dicha denominación correspondía a unos espíritus o genios de su mitología prácticamente ya olvidados y que nada tenían que ver con los seres humanos que habitaban en las tierras a las que habían viajado. Las leyendas del viejo pasado y la extraña realidad se confundían en muchas de las obtusas mentes erthas, rozando la ignorancia.
El segundo custodio que momentos antes había desaparecido en el interior del templo surgió tras el portón y se dirigió a la comitiva.
- Thel Synirë espera recibiros.
El guerrero observó al grupo entrando, unas gentes pintorescas a su parecer, eran cinco, por lo que pudo intuir tres protectores, un consejero y un último de mayor importancia, tal vez el khlewaz de una de sus tribus. Los hombres fuertes, posiblemente protectores de su líder, llevaban armaduras de cuero y capas de lana de tonos beige, los otros dos vestían más desprotegidos y algo más refinados para ser erthas, con ropajes tejidos en algo que parecía lana y con hilos de vivos colores componiendo estampas étnicas, de un cierto gusto agreste para los vissë, pues aquellas gentes más semejanzas poseían con cazadores que con diplomáticos.
Henuk sabía que el apelativo con el que el guardián se había referido al hombre que les esperaba no era más que una denominación propia de los clérigos vissë, que denotaba su rango y que significaba “Hermano de la Paz de Espíritu”, lo cual implicaba el más alto cargo dentro de la jerarquía del templo. Dio un codazo a su compañero y con un ademán le invitó a mirar hacia la amplia sala del santuario en la que acababan de penetrar, pero no pareció necesario porque éste ya estaba mirando embobado la belleza tal que inundaba aquel lugar como nunca antes había visto, acostumbrado a vivir en las llanuras en pequeños poblados, tan sólo rodeados por la naturaleza en sí.
Cientos de columnas como las que se erguían afuera se situaban a ambos lados en la sala, alargándose hasta una distancia considerable y soportando sobre ellas el peso de una bóveda titánica, tanto suelo como techo fabricados en mármol blanco y gris, formando tan límpidos triángulos en la superficie, que reflectaban la luz que atravesaba las vidrieras de la bóveda, de colores verdes y azulados.
La luz intensa, pura y blanca, causó en un principio una cierta ceguera en los erthas, pero pronto se acostumbraron y prosiguieron caminando sobre el basamento compuesto por miles de triángulos, albos y plateados. Henuk fijó ahora su vista en ellos. Pudo percatarse de que ni el blanco ni el gris eran de la misma tonalidad en cada triangulo, y que en cada uno de sus vértices había un símbolo escrito, aunque más que escrito parecía ya propio del mármol pues los trazos del ideograma eran vetas de un tono más oscuro que su superficie. Con asombro pudo ver que no había ningún espacio de juntura entre triangulo y triangulo.
Antes de que se dieran cuenta se encontraron en el otro extremo de la sala, atónitos por haber recorrido aquel inmenso espacio casi sin constancia de ello. Allí les esperaba un hombre con túnica blanca y largos cabellos del mismo color, que le caían por debajo de los hombros.
***
- ¡Vamos, concéntrate! – le espetó el maestro al jovencito.
El joven, apenas un adolescente para los de su raza, bajó la cabeza algo desesperanzado y más avergonzado que otra cosa. No lograba concentrarse en su tarea.
Llevaba todo el día de prácticas con aquella proyección mágica pero no conseguía resultado alguno. Cerró de nuevo los ojos e ignorando la severa figura que tenia los ojos clavados en él con aire de irritación, lo intentó una vez más.
Miró en su interior. Oscuro. No había luz en aquel vacío, no la encontraba. Miró más profundamente, inspiró aire. Sintió una leve calidez en su espíritu. Vio una luz. Dirigió todo su ser hacia ella. Ya estaba cerca, la luz se hacia más intensa. Bien, ahora solo tenía que alcanzarla. Puso su empeño en tocar inmaterialmente aquel foco de brillo y esperanza. Alargó un brazo sin abrir los ojos y en su extremo sostuvo su mano con rigidez. Delante de él se encontraba un pequeño fragmento de cristal de roca, en lo alto de una pequeña base que alcanzaba una altura media.
Exhalando un último suspiro realizó el movimiento final de su cuerpo coordinado con su alma, proyectando aquella luz a través de él, más allá de su forma física, surcando el aire hasta...
- ¡Ay!
Sintió que había fallado de nuevo, otra sensación, pero esta vez de turbación, le embargó. No volvió a abrir sus párpados, sabia de sobra que le esperaba ante él el disgustado rostro del maestro sipher.
- Nunca tuve un sallë tan torpe... – Con esas duras palabras, Quavyn oyó como el sipher abandonaba con presteza la habitación y después escuchó una puerta descorriéndose para volver a cerrarse tras su paso.
Puso las manos sobre su cara, y se sentó en el suelo, desconsolado, de sus ligeramente rasgados ojos surtieron tímidas lágrimas.
Se sentía totalmente fracasado. Habían depositado esperanza en él y el les había fallado, llevaba toda su vida fallándoles, a su familia, a su pueblo, a los clérigos... pero sobretodo le dolía el fallarse a si mismo. Un nudo le oprimía la garganta, si hubiera querido sollozar no habría podido. Se limitaba a estar allí sentado con su congoja. Como un niño.
No podía seguir así. Algo iba a cambiar. Sí, algo y pronto.
Quavyn no intuía la cercanía de ese momento.
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