Feorlygn - Blasse Buche (Haya Pálida)

Neri eder zaizkidan pasarte batzuk jartzeko besterik ez den zoko bat

e martë, janar 31, 2006

El Eremita

Abrió el zurrón y sacó un trozo de carne seca, un pedazo de queso y un cacho de pan. Ante él se extendían las lomas de varios montes y más abajo, un pequeño valle por el que discurría un río. El verde de las hierbas poblaba los peñascos y el azulado del cristal de roca aparecía aquí y allá en pedruscos dispersos por el paisaje. El sol brillaba en lo alto sin aparentemente ninguna nube que le obstruyera y el viento de las montañas mesaba su barba rala.
Mascó un poco de la carne fuertemente mientras giraba su vista y miró hacia los picos que coronaban la zona. Allí se encontraban rocas desnudas, desafiando a las inclemencias, brillando añiles, y entre las cuales se podía observar pequeñas grutas y escarpadas rutas que sólo los animales usan. Un ave rapaz emitió el particular chillido que le caracteriza y pudo ver como volaba hacia el interior de una grieta entre dos enormes bloques pétreos.
El joven se sentó de cara al valle en un montículo herboso especialmente cómodo y tomó algo del queso. Echó una ojeada al rebañó de damûk y se echó hacia atrás masticando lo último de su frugal almuerzo.
Pensó en su enfermo padre y su fallecida madre. Vio la carga que llevaba ahora sobre sus hombros. La estación de pastoreo acababa de comenzar y él sería el único capaz de llevar a las reses a través de nuevos pastos durante las próximas lunas. El pensamiento se le hizo más pesado si cabe. Volvió a mirar a los damûk y estos le devolvieron una mirada estúpida mientras sus hocicos rumiaban.
“¡Malditas bestias! ¡No valen ni el precio de su carne! Sólo sirven para darle a uno problemas...” y dicho esto se echó a un lado con intención de descansar.
Le quedaban varias jornadas antes de llegar a una región donde abundaba la hierba fresca por doquier y el heno crecía recio. Eran estos los pastos que su pueblo había reservado desde generaciones para cada época estival en la que las bajas llanadas se volvían amarillas y poco alimenticias.
Pero Küstüz nunca había estado allí y no había mapas que lo guiaran; sólo las antiguas enseñanzas de padres a hijos y las parcas descripciones de los senderos entre las montañas.
Hasta el momento había recorrido más de lo que le habían predicho que haría y ya había perdido diez damûk despeñados.
Suspiró, arrancando los últimos momentos de descanso, pero el sol avanzaba incesante y Küstüz decidió proseguir, fuera a donde fuera que fuese.
Se incorporó de un salto e hizó sonar su poderoso cuerno, cuyo sonido retumbo entre las paredes de piedra que se erguían cercanas.
Los damûk inmediatamente centraron su atención en el pastor y dejaron bruscamente de rumiar, sorprendidos.
Con un par de silbidos y unos ademanes con el bastón los animales le siguieron colina abajo.
***
A la sombra de las montañas se topó con unos campos sazonados con pequeñas colinas aquí y allá, que bien parecían montículos hechos por el hombre edades atrás. Hasta donde alcanzaba a ver estaba poblado de un espeso mato de altas hierbas de color turquesa, de aspecto que le recordaba vagamente al de las algas.
Los damûk no podrían comer eso, lo sabía con seguridad. Mal asunto, porque debería avanzar cuanto antes por encima de la campiña hasta llegar a un lugar donde pudieran alimentarse las bestias.
Aquello iba a ser duro, así que se apresuró a dejar atrás el verdiazulado paisaje bajo, en una dirección aleatoria.
A media tarde seguía caminando, y su rebaño le seguía confuso. El campo no parecía tener fin. Se subió corriendo a una de las colinas cercanas que seguían siendo constantes en el lugar.
Con una mano sobre la frente, para protegerse del inusitadamente brillante sol, oteó el panorama en busca de una senda que seguir o algo que le indicara que más allá había otra clase de vegetación. Pero no vió realmente nada. Al fondo podía percibir como nuevas laderas montañosas se perfilaban y tras él permanecían aquellas por las que había descendido, así como a ambos lados paredes de gris roca se elevaban hasta nuevos picos.
Optó por continuar adelante, y los damûk que se habían arremolinado en torno a la colina, fueron tras él resignados, y seguramente hambrientos.
Pero no pudo continuar mucho más tiempo en esa dirección. A unos cuantos pasos su camino se vió cortado por la corriente de un río que fluía bajo el espeso manto de plantas turquesas. Pudo deducir de que era lo suficientemente ancho y profundo como para que los animales no pudieran cruzarlo.
Por unos momentos pensó en buscar un modo de vadearlo, y fijando su vista en el lugar del cual parecía proceder el agua se encontró con un grandioso manantial que caía espumoso surcando toda la elevada superficie de roca en la que abruptamente terminaban las campas. En ocasiones el manantial saltaba entre las rocas a modo de una juguetona cascada que zigzagueaba en su rumbo inexorable hacia el llano.
Küstüz siguió su instinto, y buscó la zona más vadeable acercándose al origen fluvial.
La tarde se cernía y tanto el pastor como sus rumiantes acompañantes empezaban a parecer exhaustos. A medida que se aproximaban a la pared, el joven se sentía más desmoralizado porque el río no parecía variar en absoluto, aunque era dificil de apreciar por la vegetación que lo cubría parcialmente.
Finalmente pudo mirar desde abajo la caída del agua, pero sin mucho éxito vió como el río era impracticable incluso ahí.
“¿Tal cantidad de agua puede caer en esta época? El caudal de este río es impresionante para encontrarse tan lejos del mar.”
Se quedó un rato contemplándolo.
Las extrañas plantas que tanto abundaban parecían arraigarse también en el fondo del río y alzar sus tallos hasta fuera de su superficie, y ocultaban ambas orillas, para un observador poco atento el río no se podía distinguir del campo que dividía en dos.
Küstüz levantó uno de sus pies y confirmó la sospecha de que lo tenía completamente embarrado. Algo más llamó su atención: diminutas motas cristalinas lanzaban destellos bajo su suela. Todo el fondo marino se encontraban recubierto de esta mezcla de barro, raíces y una fina capa de arenilla titilante, que parecía emular el cielo nocturno y le confería a la superficie del río un resplandor plateado.
También sobre ésta flotaban algunas flores de agua, rosadas y blancas. Una especialmente grande y pálida abría sus pétalos recibiendo la luz solar con un cierto agrado mientras se mecía con el leve vaivén de las aguas.
El espectáculo natural era muy bello, pero se volvió y las caras de los inquietos damûk le saludaron de nuevo de vuelta a la realidad.
Se acarició la barba y pensó en cómo resolver la situación.
“No podré conducir al rebaño a través del río, pero no me importa dirigirlos por riscos y cumbres, estos animales estan hechos para eso.”
Entornó los ojos y diferenció un pequeño camino empedrado que casi imperceptiblemente se hendía en la pared y ascendía por ocultos recovecos.
Al otro lado de la llanura el sol comenzaba a ocultarse tras los altos muros montañosos.
Sin pensárselo dos veces dirigió el rebaño hacia la inesesperada vía de acceso, aunque le llevaría trabajo hacerlo sin que ningún damûk resultara herido, pues a medida que se aproximaba vio cómo el camino parecía más y más estrecho, hasta que le dio la impresión de ser sólo una estrecha vereda que subía dificultosamente por el borde de maciza roca.
Cuando llegó al nacimiento de dicha ruta se había convencido de que ya no había vuelta atrás y dando un paso tras otro se aventuró por el desconocido sendero, y tras él sus animales.
Tuvo que recorrer la mayor parte sin apartar la vista del suelo, para evitar un imprevisto tropezón que le enviara pared abajo.
En esta posición se dio cuenta de que éste estaba parcialmente hecho por la mano del hombre, con pequeños cantos lisos formando una superficie homogénea en algunas partes. Se preguntó qué civilización habría construido una carretera en aquel lugar, pero esto no le impidió seguir concentrado en su esfuerzo por no precipitarse al vacío.
Miró a las bestias y supo que estas lo estaban haciendo mejor que él.
Volvió la cabeza, se apartó el pelo de la cara y suspiró. El sol ya no era visible tras las ignotas montañas del Oeste, que Küstüz no recordaba haber cruzado. Inclinó hacia arriba el cuello. Aún le quedaba más de medio camino y cada vez menos luz. Si no se apresuraba tal vez tendrían que dormir aferrados a cualquier recodo.
La cascada seguía estando a su izquierda, y a veces ésta se aproximaba más a ellos de lo que el joven hubiera deseado, pues la superficie se embarraba y un resbalón podría ser el fin.
Jadeando, sudoroso, y exhausto, el último tramo tuvo que hacerlo agarrándose a pequeños salientes y en un postrero esfuerzo puso el pie sobre la elevada meseta y descansó.
Tirado en el suelo, todos los damûk le pasaron por encima emitiendo sonidos particularmente ridículos, y le salvó que éstos no fueran muy pesados.
Desde esta postura contó su rebaño, y vio que faltaban tres.
Se puso en pie y se asomó al borde del precipio pero la oscuridad era total y no pudo ver nada ahí abajo, ni siquiera sabía si aún quedaba algunos por subir.
En ese momento la luna comenzó a salir por el Este y lo que Küstüz contempló no lo volvería a olvidar nunca.
Girándose sobre sus talones vio que frente a él había un lago, no muy grande, que ocupaba el centro de la pequeña meseta a la que había llegado, y sus aguas fluían hasta lanzarse por la cascada que ya conocía. Pero lo más notable era que los rayos de la luna reflejaban allí una miríada de parpadeos destelleantes argentéreos y toda la superficie de la laguna parecía un ciclópeo espejo bruñido del cual brotaban mágicos haces de luces frías y radiantes, reflectando la imagen celestial.
Todo el lugar se iluminó con esta luz plateada y no muy lejos de allí el joven se percató de la existencia de un impresionante muro pétreo, de no tanta altura como el que acababa de dejar atrás, pero considerablemente grande, y sobre él se hallaban talladas todo tipo de ornamentaciones, a modo de fachada de un antiguo templo abandonado o una ruinosa ciudad de una civilización perdida.
A ciertas alturas había rocas esculpidas como si fueran balconadas y se podían intuir escaleras que subían y bajaban por el interior de la fortaleza.
Todo el complejo refulgía con un cierto brillo propio del cristal de montaña.
Küstüz tuvo que hacer un esfuerzo consciente para cerrar la boca ante su asombro.
“¡Nadie me habló de esto antes!”
En ese instante tuvo que salir corriendo ya que su menguado rebaño huía hacia la laguna súbitamente.
“¡Eh, eh! ¡¿dónde váis malditos?!” gritó en su carrera el pastor mientras agitaba los brazos y esquivaba las piedras que se interponían.
Por suerte, los animales se detuvieron a beber agua a orillas de la laguna. Küstüz, aproximándose, tuvo la impresión de que aquello era profanar aquel lugar sagrado, y que aquella agua estaba tan sólo destinada a las reses de los Dioses, pero no pudo hacer nada por impedirlo, y cuando estuvo lo suficientemente cerca él también se mojó la cara con ella para refrescarse.
Notó que estaba lo bastante cansado como para acostarse en el duro suelo lleno de guijarros que circundaba la laguna, así que condujo a los animales hasta el prado, del cual ya habían empezado a devorar hierba, y se echó sobre él.
Pensó que ya tendría tiempo al día siguiente para investigar aquellas ruinas, en aquel momento no se sentía muy animoso para dar un paseo por la zona.
El sueño le sobrevino poco después, mientras tenía la mirada fija en la resplandeciente construcción los párpardos se le cerraron lentamente.

Tras lo que al joven le pareció que no había sido más que una hora de sueño, empezó a sentir unos golpes secos en el costado y una voz que le increpaba.
Aturdido rotó sobre si mismo para encararse hacia el lugar del que parecían provenir los golpes e intentó abrir los ojos.
Era el rostro de un anciano lo que tenía ante él, de cara afilada y largos cabellos lacios con hebras blanquecinas, sus vivaces ojos, incluso para la tardía edad que se podía aparentar en él, tenían el peculiar tono violeta de las amatistas. Su vejez no era la acostumbrada entre los hijos de la arcilla, pues se trataba de un miembro de la raza de los sabios, y su piel estaba tersa, pero el paso de los años se notaba en ella y se podía leer como un mapa todas las añoranzas y recuerdos que ésta poseía.
Küstüz no había visto a muchos de los suyos en las tierras bajas en las que habitaba, aunque sabía que convivían con su pueblo en las ciudades junto al Lago. Así pues, no tenía mucha experiencia en tratar con ellos ni sabía gran cosa acerca de su cultura. Para mayor desgracia el anciano no parecía estar de muy buen humor, y el joven, ya completamente despierto, puso atención en sus palabras, pero se percató de que no entendía ni una de las que decía, pues estaba hablando en una lengua extraña, de curiosa eufonía acorde con el gusto de la zona montañosa.
- ¡Vamos, levanta! – Esto lo dijo con un curioso acento en una lengua que Küstüz pudo entender.
- ¿Eres un nativo de estas tierras? – titubeó un poco antes de dirigirse a él en esta lengua, similar a la de sus padres, pero de una variante arcaica y sólo usada ya en las ciudades.
- ¿Nativo? Curiosa denominación la que usáis vosotros, gentes venidas del Templo del Dios. – el viejo dejó de golpearle y se apartó un poco, para contemplar al joven con una ceja enarcada mientras jugueteaba con su escasa pero larga barba.
- Pero, no, no, se equivoca, yo vengo de los campos de cereales y las haciendas de ganado, debajo de las montañas – dijo, señalando con el brazo un punto más allá de las cumbres que les rodeaban, intentando darle más veracidad a su afirmación.
El viejo se limitó a reir y dio media vuelta adentrándose en la oscuridad.
- ¡Eh! Pero...
- Vamos, no te quedes ahí parado, sígueme.
- ¿Y mi rebaño?
- Creo que saben cuidarse mejor que tú. Si les hubieras hecho un poco de caso ahora no estarías perdido. Porque lo estás, ¿no es así?
- Sí...
El anciano siguió caminando en dirección a las ruinas. Küstüz se fijó su estrafalaria ropa, compuesta por una única túnica que le cubría desde los hombros hasta los tobillos, que parecía hecha de tejido vegetal, de color parduzco, clara, y que contenía intricados dibujos decorativos por todos sus pliegues y rebordes. Un grueso cinturón marrón oscuro ceñía sus vestimentas a la cintura. Sus pies estaban protegidos por una especie de sandalias o similar, hechas del cuero obtenido de algún animal. El cayado que portaba estaba esculpido con extraños signos e imágenes que el pastor no sabía interpretar.
Ahora que caminaba tras él vió claramente que su melena tomaba un color rubio oscuro, seco, como el de los campos en otoño, con algunos cabellos plateados, y su piel era pálida, aunque estaba ligeramente bronceada por el duro sol montañés.